El primer Pentecostés cristiano marcó un punto de inflexión en la historia de la salvación. Jesús abrió las mentes de los discípulos para entender las Escrituras. Las profecías de las Escrituras – la Ley de Moisés, los libros de los profetas, y los Salmos – y la promesa dada por Jesús a sus discípulos fueron cumplidas en el derramamiento del Espíritu Santo. A los discípulos se les dio una tarea: “que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén.” (Luc. 24:47)
El sermón sobre Cristo – el evangelio sobre el Jesucristo resucitado – empezó a tomar un efecto poderoso. El sermón de Pentecostés de Pedro, que fue basado en las profecías de los profetas, fuertemente tocó a los corazones de los oyentes de la Palabra. El Espíritu de Dios causó que los invitados al servicio les preguntaran a los apóstoles: “Varones hermanos, ¿qué haremos?” (Hech. 2:37) Tres mil oyentes recibieron las palabras de Pedro con mucho gusto y creyeron personalmente en el evangelio. El sacramento del bautizo reafirmó el contento del sermón de Pedro y se les juntó al cuido continuo de la congregación. La primera congregación de la Nueva Alianza fue nacida en Jerusalén (Hech. 2:14–41).
Martín Lutero ha dicho: “La palabra de Dios no puede existir sin la gente de Dios.” Dios continuamente interactúa con sus propios a través de Su Palabra. Las Escrituras – la palabra escrita de Dios – son una fruta de esta interacción. El Dios escondido ha hablado a Sus sirvientes a través de Su Espíritu: “porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.” (2 Ped. 1:21)
La Palabra de Dios es un Tesoro Imperecedero
En el principio del tiempo Dios creó todo con Su palabra. Algún día, Él también va a terminar este tiempo terrenal con Su palabra. Así que nuestro mundo es llevado constantemente por Su palabra. Por eso podemos describir la palabra de Dios como imperecedera. Esto también fue confirmado por Jesucristo en Sus enseñanzas: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.” (Mat. 24:35)
Para nosotros la palabra de Dios es un tesoro imperecedero porque Dios se nos ha revelado a Sí mismo en ella. Nosotros no tenemos un Dios sordo o mudo. Él quien está escondido de nuestros ojos es un Dios que habla. El escritor de la epístola a los Hebreos describe el discurso del Dios Trino: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo.” (Heb. 1:1–2)
El Pedro del Nuevo Testamento compara la palabra de profecía a una antorcha que alumbra un lugar oscuro, que arroja luz al camino y muestra la dirección (2 Ped. 1:19). La luz de la palabra de Dios ilumina el camino mutuo de la gente de Dios, la fe y la vida de la congregación, y el propio esfuerzo de la fe de cada hijo de Dios. El escritor de los Salmos admira esta luz, habiendo experimentado esto él mismo: “Lámpara es a mis pies tu palabra, Y lumbrera a mi camino.” (Sal. 119:105) Así mismo él admira la porción bendita de una persona justificada, porque “en la ley de Jehová está su delicia, Y en su ley medita de día y de noche.” (Sal. 1:2)
Cristo es el Señor y Rey de las Escrituras
El hilo principal en las Escrituras del Antiguo Testamento es la promesa del Mesías, el Cristo. El Nuevo Testamento habla de la realización de las promesas de Dios en Jesucristo. La predicación de los cristianos antiguos también seguía este formato. Se ve claramente en los sermones y partes de sermones dado por los apóstoles que han sido registrados en el Nuevo Testamento. El mismo se había hecho realidad en la propia proclamación del Señor, empezando desde los primeros momentos de Su ministerio público.
Las Escrituras fueron escritas para ser un manual para la fe y la vida. Juan, el escritor del cuarto evangelio, da su motivo para escribir al fin de su libro evangélico: “Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre.” (Juan 20:31)
En su epístola el apóstol Pablo recuerda a los cristianos Corintios de cómo el evangelio que él predicaba acercó a aquellos en Corinto quienes lo recibieron y creyeron: “Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado.” (1 Cor. 2:1–2)
Es importante recordar, en relación con la proclamación de los apóstoles y la congregación antigua, lo que se revela en la representación de San Lucas del fin del trabajo de Pablo en los Hechos de los Apóstoles: “predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo, abiertamente y sin impedimento.” (Hech. 28:31)
El Evangelio Da a Luz a la Fe
La enseñanza básica contenida en el décimo capitulo de la epístola cita mucho en los sermones de nuestra Cristiandad: “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios.” (Rom. 10:17) Según la traducción de Martín Lutero, “la fe llega por la palabra predicada.”
La predicacion de la palabra – la proclamación del evangelio – tiene un significado único como una herramienta del Espíritu Santo. El evangelio proclamado del reino de Dios da a luz a la fe donde sea que el Espíritu de Dios ha preparado el corazón de una persona recibirlo por la fe.
Predicar no es un asunto personal; es un asunto de Dios y Su congregación. Un predicador es un compañero de Dios y un embajador de Cristo. La congregación de Dios llama y envía a la gente realizar esta tarea. Cuando el Espíritu de Dios a través de la congregación llama para realizar la tarea de un sirviente de la palabra de la congregación de Dios, es bueno ser obediente a esa llamada. Que el “recuento” del Apóstol Pablo de su proclamación del evangelio nos instruye: “Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Cor. 9:16)
En sus epístolas, el Apóstol Pablo habla del oficio del Nuevo Testamento y el oficio de la redención. Como miembros del sacerdocio real, todos los hijos de Dios son participantes de este oficio. Cada creyente es un sacerdote en la base de su fe. Es la llamada de cada creyente a proclamar “las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2:9).
En el corazón y la boca de cada creyente es el sermón de la fe por el cual un esclavo de pecado puede ser liberado hacia la libertad de los hijos de Dios. Cada creyente ha sido puesto a administrar este oficio. El significado más profundo de la palabra proclamada por el Espíritu Santo – el evangelio del reino de Dios – es que da a luz a la fe en el corazón de una persona y que junta el creyente a la familia de Dios, hacia el cuidado de la madre de la congregación.
En la Escuela de la Palabra
Ante el espejo de la palabra – ambos escrita y predicada – una persona puede empezar a sentir su culpa ante Dios. Dándose cuenta de esto no libera a la persona de la cargada de culpa. Esto requiere el poder de las llaves que usa el Espíritu Santo a través de los hijos de Dios. Jesús dio este decreto cuando dijo a sus discípulos: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos. (Juan 20:22–23)
Según la explicación de Martín Lutero acerca del tercer artículo del Credo en el Catecismo Menor, un Cristiano constantemente necesita la obra del Espíritu Santo para preservar la fe: el Espíritu Santo santifica y preserva ambos Cristianos individuales y la congregación entera de Dios en la fe verdadera. Para cuidar a nuestra fe – la cosa más importante en nuestra vida – necesitamos la hermandad de la congregación de Dios. San Lucas ha dejado una imagen conmovedora de la congregación antigua en Jerusalén en los Hechos de los Apóstoles, que es la primera historia de la iglesia: “Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones.” (Hech. 2:42)
La imagen ideal estaba en peligro ya en la época de la Nueva Alianza. Por eso el apóstol nos recordaba “no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca.” (Heb. 10:25)
La concentración de la exhortación de los apóstoles es en alentarse uno a otro. Sabemos por experiencia como nuestra alma es reanimada cuando escuchamos a la palabra de Dios. La comida del evangelio alimenta a nuestra alma pobre.
Texto: Timo Riihimäki
Traducción: JN
Recursos: Kestääkö perhe?, Ajankohtaista 2009
Julkaistu espanjankielisessä kieliliitteessä 24.11.2015.
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