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Vieraskieliset / en espanol

He Peleado la Buena Batalla

Siionin Lähetyslehti
Vieraskieliset / en espanol
20.11.2013 8.14

Juttua muokattu:

1.1. 23:47
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El após­tol Pab­lo co­noc­ía bien la cul­tu­ra de su tiem­po, en don­de los de­por­tes eran pre­mi­a­dos. Por­que él sab­ía que la ima­gen de la com­pe­ten­cia viv­ía po­de­ro­sa­men­te en los pen­sa­mien­tos de los homb­res, muc­has ve­ces él com­paró la vida Cris­ti­a­na como cor­rer en una pis­ta de car­re­ras. Tam­bién de­se­a­ba most­rar que el sig­ni­fi­ca­do y la meta del em­pe­ño de la fe son muc­ho ma­yo­res que la búsqu­e­da de me­tas tem­po­ra­les.

Él esc­ri­bió a Ti­mo­teo que el ejer­ci­cio físico tie­ne poco va­lor, pero que la fe cor­rec­ta tie­ne va­lor en to­das las co­sas, ya que inc­lu­ye una pro­me­sa para am­bos en la vida pre­sen­te y fu­tu­ra. Dijo que los crey­en­tes se es­fu­er­zan por­que han pu­es­to su es­pe­ran­za en el Dios vi­vien­te, qui­en es el Sal­va­dor de to­dos los homb­res. (1 Ti­mo­teo. 4:8–10.)

De­pen­dien­do de la gra­cia de Dios

El sal­mis­ta hab­la de la creen­cia como un “ca­mi­no”. Él dice que él ha ora­do día y noc­he llo­ran­do, pi­dien­do ay­u­da de Dios y le pre­guntó: “Ensé­ña­me, oh Je­hová, tu ca­mi­no” (Sal­mo 86:11). Según la Bib­lia, el homb­re no pu­e­de al­can­zar el ca­mi­no que lleva a la vida eter­na, solo ex­cep­to a través de Cris­to. Jesús mis­mo dijo: “Por­que de tal ma­ne­ra amó Dios al mun­do, que ha dado a su Hijo unigé­ni­to, para que todo aqu­el que en él cree, no se pier­da, mas ten­ga vida eter­na” (Juan 3:16). El após­tol Pab­lo esc­ri­bió a los Ro­ma­nos “Jus­ti­fi­ca­dos, pues, por la fe, te­ne­mos paz para con Dios por me­dio de nu­est­ro Se­ñor Je­suc­ris­to” (Ro­ma­nos 5:1). El Se­ñor Jesús es la re­con­ci­li­a­ción para nu­est­ros pe­ca­dos, no so­la­men­te por los nu­est­ros, sino los pe­ca­dos de todo el mun­do (1 Juan 2:2).

El ca­mi­no que lleva a la vida eter­na se basa en el lla­ma­do de Dios, el cual el homb­re pu­e­de es­cuc­har en es­te mun­do. El Se­ñor del cie­lo y de la tier­ra ha co­lo­ca­do el mi­nis­te­rio de la re­con­ci­li­a­ción en Su cong­re­ga­ción, cuya ta­rea es cui­dar a los hi­jos de Dios. “Que Dios es­ta­ba en Cris­to re­con­ci­li­an­do con­si­go al mun­do, no tomán­do­les en cu­en­ta a los homb­res sus pe­ca­dos, y nos en­cargó a no­sot­ros la pa­lab­ra de la re­con­ci­li­a­ción” (2 Co­rin­ti­os. 5:19).

Pab­lo re­lató que él pre­si­o­no ha­cia la meta, al pre­mio, al cual Dios lo hab­ía lla­ma­do con una lla­ma­da ce­les­ti­al en Cris­to Jesús. Por esa razón, dijo que él hab­ía ol­vi­da­do lo cual qu­e­da atrás, y que se ap­ro­xi­ma a lo que está ade­lan­te (Fi­li­pen­ses 3:13, 14). La fu­er­za de un vi­a­jan­te en el ca­mi­no de la vida es la gra­cia de Dios. Se nos en­se­ña a rec­ha­zar la im­pie­dad y los de­se­os mun­da­nos (Tito 2:11, 12).

Amor, un at­ri­bu­to de los hi­jos de Dios

El homb­re es com­pa­ra­do con un árbol bu­e­no o malo en la Pa­lab­ra de Dios (Ma­teo 12:33). Según a la Pa­lab­ra de Dios, un hijo de Dios es un “buen árbol” que da bu­e­nos fru­tos. Jesús en­se­ña que un homb­re bu­e­no saca co­sas bu­e­nas de los víve­res de su bon­dad, y el homb­re malo saca co­sas ma­las de los víve­res de su mal­dad (Ma­teo 12:35).

Pab­lo esc­ri­be que el amor de Dios ha sido der­ra­ma­do en el co­razón del crey­en­te por me­dio del Espí­ri­tu San­to, el cual le ha sido dado a él (Ro­ma­nos. 5:05). Los fru­tos del Espí­ri­tu son amor, gozo, paz, pa­cien­cia, be­nig­ni­dad, bon­dad, fe, man­se­dumb­re y temp­lan­za (Gála­tas 5:22, 23). Por lo tan­to, el amor es el pri­mer fruto de la fe.

El após­tol Juan esc­ri­bió: “En es­to con­sis­te el amor: no en que no­sot­ros ha­ya­mos ama­do a Dios, sino en que él nos amó a no­sot­ros, y en­vió a su Hijo en pro­pi­ci­a­ción por nu­est­ros pe­ca­dos” (1 Juan 4:10). Es­te amor, que se ori­gi­na des­de el cie­lo se di­ri­ge de un crey­en­te a el Se­ñor Jesús, ha­cia ot­ros hi­jos de Dios, a la ob­ra del Evan­ge­lio, y para los inc­re­du­los, inc­lu­so a los que pa­re­cen ser los opo­si­to­res de la ob­ra del rei­no de Dios. El após­tol nos ex­hor­ta a com­pe­tir en hon­rar los unos a los ot­ros (Ro­ma­nos 12:10).

En su dis­cur­so de des­pe­di­da, Jesús dijo a sus se­gui­do­res: “Hi­ji­tos... Un man­da­mien­to nu­e­vo os doy: Que os am­éis unos a ot­ros. Como yo os he ama­do, que tam­bién os am­éis unos a ot­ros. En es­to co­no­cerán to­dos que sois mis discí­pu­los, si tu­vie­reis amor los unos con los ot­ros “(Juan 13:33–35).

Cui­dar la vida de fe

Como crey­en­tes, va­mos a es­cuc­har la Pa­lab­ra de Dios. No de­se­a­mos enf­ren­tar­nos a una for­ma de vida que es cont­ra­ria a la Pa­lab­ra de Dios. En es­to, no es una cu­es­tión de una de­ci­sión ba­sa­da en el cálculo hu­ma­no o pre­sión ex­te­ri­or, sino de la doct­ri­na de la gra­cia de Dios y la ob­ra del Espí­ri­tu San­to (Tito 2:11, 12). La fe vi­vien­te no pu­e­de ser in­vi­sib­le en la vida de un hijo de Dios.

A ve­ces, un hijo de Dios pu­e­de oír que, para la opi­nión de los demás, es un ser ais­la­do, un tipo de es­pec­ta­dor. Pero es­to no es así, de acu­er­do a la Pa­lab­ra de Dios y la pro­pia ex­pe­rien­cia de fe de un hijo de Dios. La fe vi­vien­te es la vida ver­da­de­ra pu­es­ta por Dios en Su rei­no de gra­cia. He­mos sido ca­pa­ces de ver en no­sot­ros mis­mos y en nu­est­ros co­no­ci­dos cer­ca­nos que al per­ma­ne­cer obe­dien­tes a la Pa­lab­ra de Dios, po­de­mos evi­tar muc­hos de los ma­les que en­ca­de­nan a nu­est­ros próji­mos.

Sa­be­mos que la vida ne­ce­si­ta ali­men­ta­ción para que pu­e­da con­ti­nu­ar. Así mis­mo es en el caso de la vida de fe. Martín Lu­te­ro esc­ri­bió en su lib­ro sob­re la li­ber­tad Cris­ti­a­na: “El al­ma no tie­ne ot­ra cosa en la tier­ra o en el cie­lo por el cual vive – – mas que el san­to Evan­ge­lio, la Pa­lab­ra de Dios. Ahí tie­ne su­fi­cien­te ali­men­to, la alegr­ía, la paz, la vida, la ca­pa­ci­dad, la jus­ti­cia, la ver­dad, la sa­bi­dur­ía, la li­ber­tad, y todo bien en abun­dan­cia.” En lo que res­pec­ta al cui­dar la vida de fe, La Doct­ri­na Cris­ti­a­na Lu­te­ra­na en­se­ña: “Para ser for­ta­le­ci­da y per­ma­ne­cen en la fe, el cris­ti­a­no debe usar di­li­gen­te­men­te la Pa­lab­ra de Dios y la San­ta Cena del Se­ñor, la ora­ción y la co­mu­nión cris­ti­a­na mu­tua.”

Un hijo de Dios debe cui­dar su vida de fe, de acu­er­do con las inst­ruc­ci­o­nes del au­tor de la Car­ta a los Heb­re­os: “Por tan­to, no­sot­ros tam­bién, te­nien­do en der­re­dor nu­est­ro con nube tan gran­de de tes­ti­gos, des­pojé­mo­nos de todo peso, y del pe­ca­do que nos ase­dia, y cor­ra­mos con pa­cien­cia la car­re­ra que te­ne­mos por de­lan­te, pu­es­tos los ojos en Jesús, el au­tor y con­su­ma­dor de la fe” (Heb­re­os 12:1, 2). Uno pu­e­de ser li­be­ra­do del pe­ca­do y de la car­ga so­la­men­te por creer en el evan­ge­lio pre­di­ca­do por el Espí­ri­tu San­to, cuyo núcleo es la ab­so­lu­ción en el nomb­re y la sang­re de Jesús.

El asun­to más im­por­tan­te de la vida

En me­dio de las muc­has de­man­das de la vida y en todo tipo de ob­ras, poco es ne­ce­sa­rio, y al fi­nal sólo una cosa. El sal­mis­ta lo exp­resó: “Afir­ma a mi co­razón para que tema tu nomb­re” (Sal­mo 86:11).

Jesús en­señó que na­die pu­e­de ser­vir a dos se­ño­res. Él dijo: “Por­que don­de esté vu­est­ro te­so­ro, al­lí es­tará vu­est­ro co­razón” (Lu­cas 12:34). Por lo tan­to, le pe­di­mos a Dios la fu­er­za para que po­da­mos es­for­zar­nos en su rei­no, con todo nu­est­ro co­razón.

Al­lí don­de Dios hace su ob­ra de sal­va­ción, el po­der del ene­mi­go tam­bién es­ta fre­cu­en­te­men­te tra­ba­jan­do. Así tam­bién lo fue en el tiem­po de Pab­lo. Por ejemp­lo, los fal­sos ma­est­ros, qui­e­nes se apo­ya­ban en los ru­di­men­tos, en­ga­ños va­nos del mun­do en sus dis­cur­sos, y no en Cris­to, que hab­ían tra­ba­ja­do en Co­lo­sos y sus ciu­da­des ve­ci­nas. Su in­ten­ción era at­ra­er a los cris­ti­a­nos a la fi­lo­sof­ía y “va­nas su­ti­le­zas”, le­jos de la simp­li­ci­dad de la fe en Cris­to.

Cu­an­do Pab­lo esc­ri­bió a los Co­lo­sen­ses, sus pa­lab­ras exu­da­ban un fu­er­te tes­ti­mo­nio del po­der del evan­ge­lio y de la fu­er­te fun­da­ción de la fe. El animó a los cris­ti­a­nos de Co­lo­sos a ca­mi­nar en Cris­to, inc­lu­so en tiem­pos de ten­ta­ción y a es­tar “ar­rai­ga­dos y sob­ree­di­fi­ca­dos en él, y con­fir­ma­dos en la fe”. En Cris­to “ha­bi­ta cor­po­ral­men­te toda la ple­ni­tud de la Dei­dad”. Por la fe, un hijo de Dios es partí­ci­pe de él (Col. 2:6–10).

Los conf­lic­tos ent­re la re­ve­la­ción de Dios y las en­se­ñan­zas que sur­gen de la men­te hu­ma­na cor­rup­ta, así como ent­re la fe y la razón, apa­re­cen con fre­cu­en­cia en la vida de la gen­te de la Bib­lia. Un hijo de Dios tam­bién pu­e­de ex­pe­ri­men­tar ten­ta­ci­o­nes si­mi­la­res hoy en día. Un hijo de Dios, en­se­ña­do por el Espí­ri­tu San­to, es sin em­bar­go se­gu­ro que se for­ta­le­ce la fe en el com­pa­ñe­ris­mo de la cong­re­ga­ción de Dios. En él, se nos ase­gu­ra una y ot­ra vez que la ple­ni­tud de Dios se re­ve­la en el Se­ñor Jesús.

El fin de la bu­e­na ba­tal­la

Pab­lo esc­ri­bió en su des­pe­di­da a Ti­mo­teo: “He pe­le­a­do la bu­e­na ba­tal­la, he aca­ba­do la car­re­ra, he gu­ar­da­do la fe, Por lo demás me está gu­ar­da­da la co­ro­na de jus­ti­cia, la cual me dará el Se­ñor, juez jus­to, en aqu­el día; y no sólo a mí, sino tam­bién a to­dos los que aman su ve­ni­da” (2 Tim 4:07, 8). Ga­nar el pre­mio no está ba­sa­do en el éxito pro­pio de un cris­ti­a­no, sino que es ca­paz de con­ser­var la fe y una bu­e­na con­cien­cia con el po­der del evan­ge­lio de Cris­to. Pab­lo ex­hortó a Ti­mo­teo a man­te­ner “la fe y bu­e­na con­cien­cia” (1 Tim. 1:19).

Tex­to: Ju­ha­ni Liuk­ko­nen

Pub­li­ca­do: SRK Anu­a­rio 2001

Tra­duc­ción: Me­la­nie Wi­su­ri

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