Muchas veces, cuando me despido, se me han dicho: “¡Acuérdate de mí cuando te diriges a Padre Celestial”. O simplemente: “¡Acuérdate de mí!”
He pensado que esta petición no es solamente una bonita costumbre. Es la súplica de un débil cristiano que quiere ser recordado en las oraciones. Lo más importante para él o ella es permanecer en fe y llegar al hogar del cielo.
A veces, me viene a la mente un conocido con que solíamos charlar de los asuntos más importantes de la vida. Esta persona simpática había dejado su fe y lo tenía como un recuerdo doloroso en sí mismo.
Nunca me contó exactamente por que había renunciado a su fe. Me dijo: “Ya lo sabes. El pecado echa afuera la fe de corazón.” Le dije: “Pero sí que tienes el derecho de creer todos los pecados perdonados. Con mucho gusto te predicará tus pecados perdonados en el nombre y sangre de Jesús.”
“Ya lo sé pero no es la hora. Seguramente voy a arrepentirme más tarde.” Así nuestra charla sobre fe se terminó un par de veces. Desgraciadamente la hora de arrepentirse nunca llegó. Cuando escuché la triste noticia, recordaba a sus palabras con mucha pena.
Tengo otro recuerdo de una persona que me solía decir: “Oye, he prometido a Dios que nunca voy a dejar esta fe.” Son palabras que derrochan confianza. Sin embargo le respondí: “Pues, no hagamos votos tan fuertes por que somos cristianos débiles. Si Dios quiere, tenemos el deseo de creer e ir al cielo.”
La fe es un asunto positivo y da buenas cosas a nuestra vida. El apóstol enumera los frutos del espíritu: amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio.
¿No querríamos todos que esta estas cosas sean parte de nuestra vida temporal? Sin embargo, no podemos conseguirlos nosotros mismos, sino Dios los da como regalo suyo. Dios no solo reparte estos frutos de fe, que fallamos en reconocer en nosotros mismos, sino también nos da la vida eterna.
Este mundo impone grandes exigencias a fe. Como creyentes deberíamos ser personas perfectas. Un creyente no pueda caerse y cometer actos inmorales. Si un creyente cae en pecado, es una noticia de gran relevancia. Algunos quieren usar esta noticia como evidencia que, al fin y al cabo, la fe no sirve para nada.
Las caídas y el pecado son cosas malas, y también los creyentes los cometen. Si una persona es perfecta, ya no necesita misericordia, perdón de los pecados y fe.
El refugio del débil está en Dios tal y como se escribe en el salmo: “A ti, Señor, elevo mi alma. Eres mi Dios, y en ti confío.” (Salmo 25: 1-2).
Cuando confiamos en nuestras propias fuerzas, pensamos que dominamos esta vida y la vida venidera. Pensamos que podemos determinar el arrepentimiento y el futuro.
Sin embargo, no podemos dominar nuestra vida. Aún con el mejor esfuerzo resultará una catástrofe. La muerte es el pago del pecado. Apóstol Pablo escribe: “Así pues, no depende de que el hombre quiera o se esfuerce, sino de que Dios tenga misericordia.”
Al hablar del arrepentimiento y la fe, mi padre solía decir: “Sí que creería, si Dios me muestre siquiera un milagro.” Le enumeré los hechos milagrosos de Dios pero no fue suficiente para que hubiera llegado estar interesado en fe.
Mi charla más le enojó que me ayudó a mantener una buena relación con él. Por eso intentaba no hablar de la fe con mi padre. A pesar de no hablar, Dios trabajaba en él. A través de una enfermedad, Dios le preparó a mi padre para recibir el milagro más grande, la gracia de Dios.
Un día mi madre me pidió que visitara a mi padre que estaba enfermo en la cama. Cuando hablaba de las cosas de esta vida, mi padre dijo: “Ya no me interesan cosas como estas.”
Sorprendido le pregunté: “¿Te interesa más los asuntos de fe?” “Sí”, respondió.
Fue un momento muy alegre cuando le prediqué los pecados perdonado en el nombre y la sangre expiatoria de Jesús. Las lágrimas cambiaron en alegría. Una paz maravillosa descendió a nuestros corazones.
Nos abrazamos y sentí que mi padre fuera aún más amado. Cuando recuerdo este momento me viene a la mente las palabras del apóstol Pablo: “Dios tiene misericordia de quien él quiere tenerla” (Romanos 9:18)
Cuando Jesús estaba colgado en la cruz, tenía ladrones en ambos lados. Se les habían condenado a la muerte por sus hechos. El otro ladrón se unió con el pueblo y burlaba a Jesús pidiendo “milagro”: “Si tú eres el Cristo, ¡sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!” (Lucas 23:39)
El corazón del otro ladrón había abierto cuando escuchó a Jesús hablar a su Padre y orar por los malhechores. Por eso volvió a Jesús y pidió: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.” (Lucas 23:42) Jesús oyó la petición y le ayudó: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Lucas 23:43)
Un creyente es hijo de Dios y habitante del reino de Dios. Pedimos como el escritor del salmo: “Recuerda, Señor, que en todo tiempo me has mostrado tu amor y tu misericordia.” (Salmo 25:6)
En compañía del pueblo de Dios podemos sentir una comunión fuerte y podemos orar como en un cántico de Sión
(SL 122:2): ¡Llevémonos unos a otros al trono de gracia y acordémonos de los hermanos en las oraciones! Andamos juntos en el camino del cielo si seguimos yendo en el cuidado del Pastor.
Texto: Olavi Vallivaara
Traducción: A.V.
Este blog fue publicado en la revista en Internet de Päivämies 9.6.2019
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